Cuenta la historia que había un anciano campesino que vivía de lo que le proporcionaban sus tierras. Las cuales cultivaba con la ayuda de su único hijo y un caballo.
Un día, el caballo se escapó a las montañas.
-¡Qué mala suerte! Ahora te será mucho más difícil trabajar tus tierras -se lamentaban sus vecinos.
-¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe? -contestaba relativizando el anciano.
Días después, el caballo volvió de las montañas, pero no volvió solo. Con él vino una manada de caballos.
-¡Qué suerte has tenido! -decían alegres sus vecinos- Tu caballo ha traído una gran fortuna a tu casa.
-¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe? -contestaba el anciano, al que era obvio que le gustaba repetirse.
Cuando el hijo del anciano intentó domar uno de aquellos caballos salvajes, cayó al suelo y se rompió una pierna. El comentario de los vecinos era de esperar.
-¡Qué mala suerte haber conseguido esos caballos salvajes! Si hubieses seguido solo con tu caballo original, ahora tu hijo no tendría la pierna rota.
-¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe? -contestaba el anciano, que ya empezaba a resultar molesto a sus vecinos.
Apenas una semana después, llegó al pueblo un destacamento del ejército. El país estaba en guerra y el rey había dado orden de reclutar a todos los jóvenes que estuviesen en condiciones de luchar. Cuando vieron al hijo del anciano con la pierna rota, le dejaron en paz.
¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?
¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe?

Lo que está claro con esta historia es que al anciano este no hay que comentarle nada porque es un disco rayado. Mejor hablarle del tiempo y ya. Pero aparte de eso, está claro que no sabemos cual va a ser el resultado final de las cosas que nos pasan, así que definirlas como buena o mala suerte puede ser un tanto precipitado. Tal vez el hijo perdió la oportunidad de volver como un laureado soldado o se salvó de morir en la guerra. ¿Quién sabe?
{Foto Anna Shvets}